Alberto Simoncini en actitud de duelo

Los infiernos de los demás

No hace falta ser terapeuta para saber que todo ser humano tiene su historia de risas y de lágrimas.

No hay persona que no sienta nunca tristeza o rabia, que esté inmune a las decepciones, que viva una vida que no pone nunca a prueba su serenidad.

La vida es una mezcla de paraíso e infierno, y lo es para todos.

Formas de lidiar con nuestros infiernos

Hay algunos que disfrutan del paraíso y viven las penas del infierno intentando aprender de ellas.

Otros ni ven el paraíso porque están todo el tiempo luchando contra lo injusto que es el infierno.

Si hablamos con los unos y con los otros, parece que solo le vaya mal a los que luchan contra el infierno. Con derecho se quejan, con lo duro que es su vida, ¿quién no lo haría?

Hay quienes afirman que la vida es horrible e injusta porque tienen una enfermedad, porque han perdido a un ser querido, porque no hacen el trabajo que les gustaría, porque no tienen pareja o porque sus parejas no son como les gustaría.

Y hay quienes afirman que la vida es un regalo, aunque tengan una enfermedad, aunque hayan perdido a un ser querido, aunque no hagan el trabajo que algún día esperaban, aunque no tengan pareja o estén con alguien que -como todos- está hecho a su manera.

Empatizar con los demás

No podemos ver ni pesar las cargas que llevan los demás pero podemos, sin duda, tener consciencia que aquellas cargas están allí, en algún lado, detrás de una sonrisa o de un mal gesto, detrás de una canción o de una imprecación. 

Luego de tener consciencia de eso debemos tener respeto por aquel sufrimiento que todos llevan consigo. Respeto por aquellas lágrimas invisibles.

Aunque no sepamos qué forma tienen los infiernos de los demás, sabemos que todos tienen uno y que por allí deben transitar, muchas veces a lo largo de una vida.

Miremos entonces más allá de la superficie y descubriremos un nuevo modo de relacionarnos con los demás, un nuevo modo de sentir nuestra presencia en el mundo. Tal vez hallemos el modo de tocar una notas de la música del paraíso entre las llamas de nuestro infierno.

Un caso personal

Karim era de Marruecos, de las afueras de Marrakech. Familia humilde. Madre y dos hermanos. Su padre trabajaba en la construcción. Murió trabajando cuando él tenía doce años.

Tres años más tarde, volviendo a casa del cole, encontró a su hermano de un año mayor colgado por una cuerda, en su habitación. Infierno en el infierno.

La madre decidió invertir el poco dinero que tenían para pagar un viaje clandestino para Karim, para ir a Italia. Lo logró.

Conocí Karim cuando colaboraba con una comunidad que ayudaba a adolescentes con historias familiares dramáticas. Tenía dieciseis años.

Había huído de su infierno y no había encontrado todavía su paraíso.

Buscando el nuevo paraíso

Pocas monedas en los bolsillos, alto y delgado, estudiando algo que le permitiera encontrar trabajo algún día, su nueva familia era la comunidad que lo acogía y unos cuantos buenos amigos en el cole.

Karim era un chico muy dulce, muy noble, muy sensible. Llegó a Italia sin hablar una palabra de italiano y al cabo de un mes ya se hacía entender bien. Y sonreía. Mucho. Sonreía siempre. Dientes grandes y blancos.

Estuve viviendo con él -y con los demás chicos de aquella casa de acogida- algo más de un año.

Luego tuve que irme, mi destino me llevaría a otros lugares y a otras experiencias.

No volví a saber nada de él hasta hace unos pocos meses, cuando volví a encontrarme con un amigo que también trabajó conmigo en aquella comunidad.

Karim murió hace años, me contó mi amigo.

Cuando tuvo que salir de la comunidad, con dieciocho años, no logró encontrar trabajo.

Vivió un tiempo en unas casas ocupadas. De vez en cuando algún trabajillo en negro en la construcción. Un día le atropellaron mientras iba en bicicleta, cerca de la estación de trenes Stazione Centrale de Milán. Tenía alrededor de veinte años. Tuvieron que avisar a la madre. Mi amigo no sabía a quien de los educadores tocó hacerlo.

El tiempo que pude acompañar a Karim en su camino hacia la edad adulta podía sentir que él estaba contento de la vida que se estaba poco a poco construyendo.

Tal vez había logrado crear un pequeño (o grande, ¿quién sabe?) paraíso en el cual aprender a vivir una nueva vida de esperanza y de -supuesta- libertad.

Quiero pensar que sí. Quiero pensar que detrás de sus risas y su buen humor Karim había aprendido a vivir una vida increíblemente sabia y amorosa.

Desde fuera no se ve ni una uña de la realidad de una persona. Ni la mía, ni la tuya, ni la de nadie.

Tengamos consciencia de eso.

En memoria de una persona buena.

Ciao Karim.

 

Alberto Simoncini – Gestión de las Emociones


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