Quiero contaros algo en primera persona de lo que pocas veces he hablado, se trata de la erótica del poder. Sí, sí, todavía se manifiesta. Y claro, contando que el mundo sigue estando dominado por hombres, no es de extrañar que esta técnica siga perpetuándose.
Según el informe ‘La mujer en los puestos claves de las empresas del IBEX 35’, realizado por Atrevia y EJE&CON -presentado a mediados del pasado noviembre-, la presencia de la mujer en los Comités de Dirección es todavía más reducida que en los Consejos de Administración: suponen un 15,6% del total frente al 23,5% de los Consejos de Administración.
Empatía para la igualdad
Como veis, queda mucho para llegar a la paridad en ambos caso. Así, alcanzar la deseada igualdad será un poco difícil, ya que la empatía hacia las mujeres rara vez sucede mirando desde arriba, y cuesta un poco más si eres un hombre.
La empatía es esa habilidad que nos permite ponernos en el lugar del otro y sentir de algún modo lo que el otro siente ante una situación. En este caso hablamos de la desigualdad por el hecho de ser una mujer. Resulta muy difícil para alguien que no lo ha vivido, sea hombre o mujer, ponerse en situación. Pero mucho más para alguien que no se imagina las diferencias que puede haber. Ahora entraré en más detalles.
Corría el año 1997, era mi primer trabajo y estaba más que contenta de comenzar a trabajar. Mi padre no quería que cogiera ese trabajo y yo no me podía creer que estuviese enfadado porque iba a trabajar. Discutimos porque sus razonamientos se basaban en el «no porque no». Y conmigo eso no funciona.
Resulta que el trabajo era estar en una torre forestal y dar las alarmas cuando detectase algún fuego. En el medio del monte, durante 12 horas y sola. Es importante el año. Nada de teléfonos móviles, trabajábamos con emisora y lo máximo que podías hacer era escuchar música. No había distracciones en el medio de la nada. ¡Allí sí que funcionaba el mindfulness!
Los turnos eran de día y de noche. Imagino que este trabajo no es para todo el mundo pues, si tienes miedo a pasar la noche sola en el medio del monte, mejor no lo hagas. Y ya no digo el tema de ir al baño, porque no había. Toda la naturaleza era el baño y los animales los únicos que podían verte. Yo eso del miedo lo llevaba bien. A lo sumo pensaba que si no controlaban un incendio y el fuego me acorralaba, el riesgo más grande que podía tener era morir en un incendio.
El riesgo era el acoso
Erré en mis cálculos. Ese no era el mayor riesgo. Lo que nunca pude imaginar cuando acepté el trabajo era que me exponía al acoso y a la violencia. Es más, en aquellos años la palabra riesgo psicosocial para mí no existía y la ignorancia es atrevida. Después pude entender la negativa de mi padre. Él sabía de esos riesgos, pero nunca se ha atrevido a hablarme de lo retorcidos que son algunos hombres. Él sólo se limitaba a decir que no es un trabajo para mujeres.
Me indigna mucho eso de «trabajo para hombres» y «trabajos para mujeres». Sin embargo, ahora entiendo que determinados trabajos te exponen a un riesgo mayor de acoso, mobbing y violencia que otros. Y tienes las de perder cuando eres la única mujer y el resto son hombres. Porque para muchos la erótica del poder es como el derecho de pernada: son los jefes y creen que tienen derecho a todo. Y después están los que también creen que a las mujeres que ocupan puestos donde la mayoría son hombres les «va la marcha” o simplemente son marimachos. Sea cuál sea, la etiqueta ya la tienes desde el minuto uno.
Riesgos psicosociales por ser mujer
No me estoy inventando nada. Si alguno está incrédulo ante esta exposición, lo invito a seguir leyendo y quizás así entienda muchos aspectos sobre las mujeres -y también sobre algunos hombres-. Mi intención es hacer visibles los riesgos psicosociales a los que nos exponemos muchas mujeres en nuestra jornada de trabajo y que no compartimos en absoluto: sentirse acosada y después que te hagan mobbing por no entrar al trapo no es plato de buen gusto para nadie.
Sigo con la experiencia de aquel año 1997. Aunque mi trabajo lo hacía sola, durante esas 12 horas era habitual que en algún momento se acercara la brigada contra incendios o el guarda forestal a saludar y comentar detalles del trabajo. Ahora sí. Ya todos ellos eran hombres, así que me convertía en un blanco fácil.
Hasta aquí yo no tenía ningún problema por trabajar con hombres. Cuando voy a trabajar, voy a trabajar. Ya puede estar Brad Pitt de compañero… es eso, un compañero. No se activa nada sexual en mí porque justamente por ser un compañero cae mi lívido a cero. Es trabajo, no se mezcla… ¿Conocéis el refrán «donde pongas la hoya no metas…»?
Una noche que estaba de guardia llegó el guarda forestal y me dijo si se podía quedar un rato en la caseta. Evidentemente le dije que sí. Es un compañero y yo no tenía ningún problema si quería dormir un rato. Yo seguiría con mi trabajo.
La cuestión es que él no quería descansar un poco. Esa era la excusa para acercarse a la caseta. Él quería jugar un poco. Yo no daba crédito, me lo plantó sin más. «¡Quería fiesta!» y yo le dije que ni de coña. También le pregunté si le había insinuado algo, porque igual mi comportamiento podía haberle hecho pensar eso. Pero me dijo que no, que simplemente le gustaba y quería estar conmigo.
En aquel momento el corazón se me salía del sitio. Daba igual que le dijese que se fuese, que no estaba cómoda y no quería seguir con aquello. Él insistía y esa insistencia pasó a algo más violento. Recuerdo aquel momento como si fuese ahora. Él era un hombre mucho más grande que yo, en altura y corpulencia, así que cuando cogió con una de sus manos mis dos manos por la muñeca, y me las sujetó por detrás de mi espalda me quedé tiesa.
Os parecerá una locura pero en ese momento pensaba en que una mujer está totalmente indefensa ante tal demostración de fuerza. Le sobraba una mano, yo tenía las dos agarradas y no podía soltarme. Pensaba en meterle una patada en la entrepierna, pero eso no solucionaría nada. Él podría destrozarme si quería. Así que mejor sería convencerle de que me dejara ir.
Con la mano que le quedaba libre me tocaba. Me daba asco, quería desaparecer, me sentía insignificante, como cuando tienes un pajarillo en las manos y ves lo vulnerable que puede ser. Nuestras fuerzas no estaban compensadas, intentaba besarme y yo lo esquivaba. Solo alcanzaba a decirle que me dejara, que no quería nada con él, que se fuera.
Después de un rato de forcejeo, hacer la cobra y suplicarle que me dejara desistió en su intento. Qué locura de momento, qué impotencia, qué forma de aprender cuáles eran los miedos de mi padre para ese trabajo… ¡Qué miedo! Sí, miedo, pánico. Pasé de no tener miedo en ese trabajo a no querer volver a trabajar de noche en aquel lugar.
Os preguntaréis si lo denuncié. Pues no, ¿cómo lo denuncio? En aquel momento no había canales de denuncia en las empresas para este tipo de riesgos. Y no solo eso. Él era mi superior. ¿A quién se lo iba a contar? Un hombre con una trayectoria impoluta y familia. ¿Quién me iba a creer a mí? Además, ¿y la infinita vergüenza que tenía? Ni siquiera se lo he contado a mi padre. Y como él no me lee por aquí, no hay problema. Si ya es desagradable el acontecimiento, peor sería escuchar un «ya te lo dije».
Me quedaban unas semanas para terminar el trabajo y solo algunos días del turno de noche. Así que convencí a una amiga para que me acompañara a trabajar las noches que me quedaban. No me atrevía a volver sola por la noche a mi trabajo. No quería volver a pasar por aquello. Me había librado una vez, pero no tenía ganas de tentar más a la suerte. No volví a presentarme nunca más a ese trabajo. Para mí no merecía la pena pasar miedo.
¿Dónde está la empatía?
No sé si para un hombre es fácil empatizar con esto. Porque sufrir acoso y violencia por parte de una mujer lo veo algo difícil. Me refiero a que me cuesta imaginarme a una mujer mucho más grande y fuerte que le deje inmovilizado. Y la mujer no dispone de un falo para penetrarle y romperle por dentro, porque, aunque no sea así de literal, esto te rompe por dentro.
Y digo esto a raíz de la controvertida sentencia de «la manada» y otras semejantes. Ahí están debatiendo unos jueces, que no juezas, si es una violación o solo abuso. ¡Leches! ¿Pero dónde está la empatía? Porque la justicia está visto que no funciona. ¿Cómo podemos ser tan cavernícolas y permitir que gente de esta calaña salga casi impune de semejante delito? Porque lo diré como lo siento, y disculpen si este no es el lugar, pero necesito que se pongan en situación como hombres, pues las mujeres creo que ni necesitamos visualizarlo, lo entendemos a la primera.
¡Ah! Y no me salten con excusas de si la chica provoca o no provoca. Para mí cinco a uno ya es abuso, si yo con uno tenía pánico no quiero verme con cinco. Pensémoslo al contrario. Imaginen a cinco mujeres grandes y fuertes, que también las hay, que someten a un hombre a la fuerza y con utensilios apropiados perpetran en su esfínter y hacen todas las cosas que se le pasan por la cabeza. Cuando ya se han divertido de todo se van. Sí, poneos en ese lugar. Cuando al levantarte te tiemblan las piernas con el miedo y, cada vez que te sientas, sientes como un desgarro dentro.
No me explayo más. Si os gustado este microrrelato puedo recomendaros un terapeuta. La mayoría de los mortales aborrecerán esta situación. Algo que no es consentido y que, además, ostenta una diferencia de poder -en este caso físico y de cantidad numérica-, atenta contra la libertad de las personas y se considera delito.
¿Por qué hablo de la erótica del poder? Porque va de eso. Aquel que se siente con poder piensa que tiene derecho a todo. No todo el mundo evidentemente, pero aún queda mucho de nuestra cultura del patriarcado entre nosotros. De hecho, las aventuras de los jefes con secretarias, médicos con enfermeras, pilotos con azafatas… figuran entre los clásicos. Y es eso, poder. No va del «roce hace el cariño», pues muchos tienen sus familias a parte. Más bien es algo muy primitivo, como el león en la sabana.
Se trata de mostrar quién es el macho alfa.
Mónica Seara – CEO Humanas Salud Organizacional
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